Conocí a Il Volo (El Vuelo)
el 23 de mayo de 2015, el día que se celebraba la final de Eurovisión en Viena.
Yo estaba trabajando en el ordenador y la tele estaba puesta en TVE. Siempre me
ha gustado trabajar con la tele o la radio de fondo, haciéndome compañía, pero
no puede ser un debate, ni una película, ni una serie interesante que exija mi
atención, sino algo que pueda mirar y oír de vez en cuando y que no me
distraiga demasiado. Para esto era ideal el festival. Sonaban las canciones,
una detrás de otra, como hechas en serie. Unos se desgañitaban sin mucho orden
ni concierto, otros intentaban por todos los medios hacerse notar con alguna
extravagancia para captar la atención de los jurados y el público. Presté
atención a Suecia, porque decían que era la favorita, y a España porque para
eso es mi país.
Ya estaban acabando las actuaciones cuando, de repente, un piano y una voz llamaron mi atención por primera vez en toda la noche. Dejé de mirar la pantalla del ordenador y fijé mis ojos en la otra pantalla, la del televisor. El dueño de la voz, profunda, al modo de Elvis o Sinatra, era una especie de Hermes de Praxíteles que poseía un rostro que parecía salido del mismísimo templo de Zeus en Olimpia. Cantaba en un italiano de dicción perfecta, lo que ya es admirable en una época en la que cuesta entender hasta a los actores de teatro porque ya nadie vocaliza en condiciones. El Hermes termina su estrofa y, a continuación, empieza su interpretación un segundo cantante. En este caso, ante mí, se presentaba un caballero del siglo XVII, alto, moreno, con perilla y bigote, al estilo de Caravaggio, que cantaba con una voz mucho más clara, aunque también inusual y muy bella. Pero todavía había un tercer cantante, con unas curiosas gafas rojas, que comienza a cantar su parte en el tono melodioso que exige la canción pero que, ante mi sorpresa, va impostando la voz hasta acabar la estrofa cantando como un auténtico tenor lírico. Eso sí que no me lo esperaba.
Llega el estribillo y se abre el plano dejando ver el estilazo italiano del trío: traje azul marino impecable, camisa blanca y, fundamental, zapatos de cordones. Solo hay dos concesiones a la modernidad: la ausencia de corbata exigida por las camisas sin cuello y el pendiente que lleva el caballero del siglo XVII en su oreja izquierda. En ese momento, los tres chicos, tremendamente jóvenes, unen sus voces logrando una armonía grandiosa gracias a la combinación de sus tesituras vocales, diferentes pero complementarias. Pero la cosa no acaba aquí: en el fondo del escenario aparece una reelaboración de arte greco-romano, con varios elementos que van desde columnas y pedestales romanos hasta la Venus de Milo y el Discóbolo de Mirón. Me quedo boquiabierta y ojiplática. No me lo podía creer ¿Cómo se habían atrevido a semejante cosa? Pobrecitos, los van a masacrar, con lo bien que cantan, pensé.
La canción seguía transcurriendo. La letra no era gran cosa ("dime que no me vas a dejar nunca, tú eres mi gran amor"); la música, sin embargo, se veía engrandecida por los arreglos musicales que incluían sonidos sinfónicos entre los que destacaban el piano y la cuerda. Pero, por encima de todo, lo verdaderamente sorprendente era la interpretación de los tres muchachos, perfecta e impresionante, sin necesitar apenas aditamentos escénicos ni tecnológicos porque sus voces y su austera expresión corporal eran suficientes para llenar el escenario. La canción culmina en un final fastuoso, con un empaste perfecto de voces entre las que destaca un formidable agudo del caballero barbado.
Il Volo en el escenario de Viena |
Yo seguía pensando que aquello no lo iba a entender nadie pero, ante mi sorpresa, el público de Viena (ciudad musical por excelencia) estalla en la mayor ovación de toda la noche, que se acaba abruptamente porque las presentadoras se ponen a hablar por los micrófonos, de lo contrario hubiera seguido un buen rato más. Ya había notado un entusiasmo del público inhabitual al comienzo de la canción y en algunos de los pasajes más brillantes porque, según supe más tarde, los vieneses se habían entusiasmado con el trío italiano desde el primer ensayo y cuando llegó la final ya estaban rendidos a sus pies. Sin embargo, esto no era muy significativo; los austríacos, con una formación musical superior a la mayor parte de los europeos, no son una muestra del gusto mayoritario en el Viejo Continente.
Gianluca, Ignazio y Piero ovacionados en Viena |
La propuesta del trío me pareció verdaderamente trasgresora y el mayor pecado no consistía en exponer el arte clásico y el bel canto en un festival con fama de hortera, aunque seguro que algún purista melómano lo pensó; la verdadera herejía era el atentado a la hegemonía cultural imperante. Desde mediados del siglo XIX, de una forma paulatina pero constante, se ha ido implementando la idea de que el arte que exige pulcritud, preparación, exigencia, excelencia y belleza es cursi, carca, antiguo, caduco y, sobre todo, no es moderno ni innovador. Se trata de hacer cosas modernas e innovadoras, aunque sea sacarse un moco. Y no estoy exagerando, en su día (1961) se consideró algo tremendamente innovador y, por tanto, digno de toda alabanza que Piero Manzoni mandase unos botes con mierda de artista a una exposición.
En 1863, los artistas que no eran admitidos en el Salón de París expusieron sus obras en el Salon des Refusés (Salón de los Rechazados). Se abría el camino de las vanguardias, que rechazaban todo aquello que oliera a clásico y académico por considerarlo símbolo de la hegemonía cultural de la época, que muchos calificaban de “burguesa” y, por tanto, digna de ser destruida, puesto que no era representativa de la verdadera cultura popular, sino de la élite económica y social. En ese momento comenzó la batalla contra el arte tradicional (arte que exigía talento, preparación y esfuerzo) porque con ello se combatía también al orden establecido. Pero todo esto empezó hace 150 años, y la “vanguardia” (que, después de siglo y medio, de innovadora tiene poco) se ha adueñado totalmente del Establishment. ¿Y cómo lo ha conseguido? Pues, básicamente y siguiendo las teorías de Gramsci (1891-1937), dominando el sistema educativo y los medios de comunicación para “educar” al pueblo en lo que la élite considera bueno y conveniente. Y los tres chicos italianos estaban nadando contracorriente. Habían culminado una actuación totalmente opuesta a lo que el Establishment hoy considera bueno y conveniente.
La verdad es que las élites de la hegemonía cultural (que pueden coincidir o no con las élites políticas) han tenido bastante éxito en su labor “reeducadora” de las masas o, al menos, eso nos transmite la mayor parte de los medios de comunicación. Por eso me sorprendió la calurosa ovación del público vienés, aunque estaba segura que el premio no se lo llevaban los italianos. Empezó la votación y mis presunciones se fueron cumpliendo. Italia obtuvo muy buena votación, pero no fue suficiente para ganar. Al final el premio se lo llevó el sueco, vestido con una camiseta, cuyo mayor mérito consistió en interactuar con unos muñecos proyectados en el fondo del escenario que se parecían sospechosamente a otros que ya habían salido en un videoclip de un tal DandyPunk. No cantaba mal, el sueco, pero al lado de los italianos se quedaba en un cantante del montón, de los que hay miles. Eso sí, resultaba muy contemporáneo, totalmente asimilable al sistema.
Pero
al día siguiente me enteré de algo que me hizo reconciliar con la Humanidad.
La organización del festival hizo públicas las votaciones tanto del público
como de los llamados “jurados profesionales”. Resulta que Italia había arrasado
en el televoto, superando incluso las afinidades geopolíticas que se vienen
manifestando en los últimos años en este evento. Según el voto popular, Italia
debería haber ganado el festival de Eurovisión con 366 puntos, mientras que Suecia
quedaba en tercer lugar con 279. Sin embargo, el jurado técnico relegaba a la
sexta posición a Italia con 171 puntos (penalizando la canción que,
precisamente, exigía más y mejor técnica vocal), mientras le daba la victoria a
Suecia con 353 votos, puesto que el peso de la puntuación del jurado suponía el
50% de las votaciones finales. Al parecer, en el festival de Sanremo pasó algo
parecido, aunque allí el voto popular fue tan aplastante que Il Volo consiguió
ganar a pesar de la oposición de gran parte de la crítica y de los medios de
comunicación. El pueblo había conseguido resistir a la presión de lo culturalmente correcto.
A la audencia sí le gustó la propuesta clasicista de Il Volo, es el Establishment cultural, en este caso musical, el que la rechaza porque atenta contra su orden establecido. El clasicismo de Grande Amore y de las voces líricas de Gianluca, Ignazio y Piero es revolucionario porque atenta contra la modernidad contemporánea, a pesar de que ellos seguramente ni siquiera lo pretendan y solo quieran cantar como les gusta. Se puede decir que ya ha habido otros parecidos, como Andrea Bocelli o Il Divo, pero Il Volo es más peligroso para la cultura oficial porque son muy jóvenes y arrastran a un número enorme de seguidores también muy jóvenes, lo que contradice la teoría de lo antiguo y caduco.
Debe ser que, como creía Platón, la idea de belleza es algo eterno que se encuentra en el alma del ser humano y que, aunque muchos se empeñen en confinarnos en el fondo de una oscura caverna, a veces surge una luz que nos permite atisbar un leve reflejo de esa belleza que, para el filósofo griego, es también virtud, bien y verdad.
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